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El mundo le teme a la inteligencia artificial: una desconfianza que atraviesa continentes y culturas

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El mundo le teme a la inteligencia artificial: una desconfianza que atraviesa continentes y culturas

Cuando la revolución digital prometía liberarnos de las tareas más tediosas y expandir las fronteras del conocimiento humano, algo inesperado comenzó a suceder. Lejos del entusiasmo inicial que acompañó los primeros pasos de la inteligencia artificial, una sombra de inquietud se extiende ahora por el planeta. Desde las capitales europeas hasta las metrópolis latinoamericanas, pasando por las naciones asiáticas y los centros tecnológicos del Pacífico, la desconfianza hacia esta tecnología emergente se ha convertido en el sentimiento dominante. No se trata de resistencia al cambio ni de tecnofobia irracional: es una preocupación meditada que surge precisamente entre quienes mejor conocen sus alcances.

Un estudio reciente del Pew Research Center revela una realidad que contrasta dramáticamente con el discurso triunfalista de Silicon Valley. Tras encuestar a ciudadanos en 25 países durante la primavera de 2025, los investigadores descubrieron que una proporción significativa de adultos manifiesta estar más preocupada que entusiasmada ante la presencia creciente de la inteligencia artificial en su vida cotidiana. Las cifras son contundentes: en ninguna de las naciones analizadas más del 30 por ciento de los encuestados declaró sentirse principalmente emocionado por esta tecnología. Estados Unidos, Italia, Australia y Brasil encabezan la lista de países donde la inquietud alcanza sus niveles más elevados.

La geografía de la preocupación también dibuja un mapa revelador sobre la alfabetización tecnológica y sus consecuencias. En naciones más prósperas como Japón, Alemania y Francia, aproximadamente la mitad de los adultos afirma haber escuchado bastante sobre inteligencia artificial. El contraste es abrupto cuando se observa a India y Kenia, donde apenas el 14 y 12 por ciento, respectivamente, comparten ese nivel de familiaridad. Esta brecha no solo refleja disparidades económicas, sino también diferentes grados de exposición a una tecnología que, paradójicamente, genera mayor escepticismo conforme se la conoce mejor.

Cuanto más se sabe, menos se confía

Existe un fenómeno inquietante que desafía la lógica convencional. Mientras el sentido común sugeriría que el conocimiento disipa los temores infundados, la evidencia empírica apunta en dirección contraria. Investigaciones previas han demostrado que la confianza en la inteligencia artificial disminuye a medida que las personas se vuelven más instruidas en la materia. Un informe publicado por Wiley, prestigiosa editorial académica, reveló que los propios científicos expresan menos credibilidad en estas herramientas que en años anteriores, precisamente cuando la tecnología ha alcanzado su madurez más avanzada.

Esta paradoja se manifiesta con especial nitidez en Estados Unidos. Allí, el 50 por ciento de los ciudadanos admite sentirse más angustiado que emocionado por el incremento del uso de sistemas automatizados en la vida diaria, una cifra que ha escalado desde el 37 por ciento registrado en 2021. Más revelador aún resulta el hecho de que apenas un 10 por ciento se declara primordialmente entusiasmado, mientras que el 38 por ciento restante navega en un territorio ambiguo donde el entusiasmo y la aprensión coexisten en tensión permanente.

Las preocupaciones específicas perfilan un retrato detallado de los miedos colectivos. El 53 por ciento de los estadounidenses anticipa que la inteligencia artificial deteriorará la capacidad de las personas para pensar creativamente, mientras que solo el 16 por ciento espera una mejora en esta dimensión cognitiva. La perspectiva es incluso más sombría cuando se trata de las relaciones humanas: la mitad de los encuestados prevé un impacto negativo sobre la habilidad para forjar vínculos significativos, frente a un escaso 5 por ciento que visualiza beneficios. Curiosamente, el optimismo crece ligeramente al considerar la resolución de problemas, aunque incluso ahí los pesimistas superan a los optimistas.

Entre el control y el desamparo institucional

La cuestión del gobierno y la supervisión de esta tecnología emergente abre otro frente de tensión. A nivel global, el 55 por ciento de los adultos en los 25 países estudiados manifiesta tener al menos cierta confianza en la capacidad de sus naciones para regular adecuadamente la inteligencia artificial. Sin embargo, esta media oculta disparidades preocupantes. En Estados Unidos, el 47 por ciento de los ciudadanos declara tener poca o ninguna fe en que su gobierno pueda establecer normas efectivas, superando apenas por tres puntos porcentuales al 44 por ciento que mantiene algún grado de confianza. Esta división refleja no solo escepticismo institucional, sino también fracturas políticas profundas.

El contraste con otras democracias industrializadas resulta elocuente. Canadá, Alemania y los Países Bajos exhiben niveles sustancialmente superiores de confianza en sus estructuras regulatorias. Esta diferencia no es casual: mientras algunos gobiernos avanzan en la construcción de marcos normativos robustos, Estados Unidos se debate en un pantano político donde los legisladores republicanos han bloqueado sistemáticamente cualquier intento de establecer reglas significativas. La administración actual ha profundizado esta tendencia al desmantelar las escasas regulaciones heredadas del gobierno anterior, permitiendo que la industria tecnológica expanda su influencia sin controles sustantivos.

La ausencia de supervisión no es un vacío neutral: constituye una decisión política que favorece los intereses comerciales por encima de las salvaguardas ciudadanas. Mientras las compañías tecnológicas celebran la liberalización regulatoria como un triunfo de la innovación, millones de personas observan con creciente alarma cómo la inteligencia artificial penetra cada rincón de sus existencias sin que mecanismos democráticos puedan moderar su avance.

Entre la asistencia y la autonomía

La relación que las sociedades están dispuestas a establecer con la inteligencia artificial revela mucho sobre los valores que defienden. Aproximadamente tres cuartas partes de los estadounidenses aceptarían que sistemas automatizados les asistan en tareas y actividades cotidianas, una disposición que sugiere pragmatismo antes que entusiasmo. Sin embargo, el 60 por ciento anhela mayor control sobre cómo se emplea esta tecnología en sus vidas, una demanda que refleja el deseo de preservar la autonomía individual frente a la automatización creciente.

Las áreas donde la gente acepta o rechaza la intervención artificial trazan fronteras reveladoras. Existen amplias mayorías dispuestas a que algoritmos asistan en pronósticos meteorológicos, detección de crímenes financieros, identificación de fraudes en prestaciones gubernamentales e incluso en el desarrollo de nuevos medicamentos. Estas tareas comparten una característica común: involucran procesamiento masivo de datos donde la capacidad analítica de las máquinas supera ostensiblemente la humana.

El rechazo, en cambio, se concentra en dominios íntimos y existenciales. Dos tercios de los encuestados consideran que la inteligencia artificial no debería intervenir en determinar la compatibilidad romántica entre personas. Más contundente aún resulta el 73 por ciento que niega cualquier papel a sistemas automatizados en el asesoramiento sobre fe religiosa. Estas cifras no expresan ludismo ni conservadurismo obstinado: articulan una intuición profunda sobre qué aspectos de la experiencia humana deben preservarse como territorios donde la máquina no tiene jurisdicción legítima.

Emerge así una paradoja adicional: mientras las personas reconocen la utilidad práctica de la inteligencia artificial en ciertos contextos, simultáneamente temen que su omnipresencia erosione capacidades fundamentales. El 76 por ciento considera extremadamente o muy importante poder distinguir si imágenes, videos o textos fueron generados por algoritmos o por humanos. Pero el 53 por ciento confiesa no sentirse capaz de realizar esa distinción. Esta brecha entre aspiración y competencia alimenta la ansiedad colectiva: cuando la realidad sintética se vuelve indistinguible de la auténtica, las bases mismas de la confianza social se tambalean.

La divergencia generacional añade otra capa de complejidad al fenómeno. Los adultos jóvenes demuestran mayor familiaridad con estas herramientas y reportan interactuar más frecuentemente con ellas. Paradójicamente, son también quienes expresan preocupaciones más intensas: el 61 por ciento de los menores de 30 años anticipa que la inteligencia artificial deteriorará el pensamiento creativo, frente al 40 por ciento entre mayores de 65 años. Quienes han crecido rodeados de tecnología digital no son, como podría esperarse, sus defensores más acérrimos, sino sus críticos más lúcidos.

Lo que surge de este panorama global no es el pánico irracional ni el rechazo absoluto, sino algo más matizado y preocupante: una desconfianza reflexiva que crece conforme la tecnología avanza. Las sociedades contemporáneas enfrentan el desafío de integrar herramientas poderosas sin sacrificar aquello que consideran esencialmente humano. La pregunta ya no es si la inteligencia artificial transformará nuestras vidas, sino si seremos capaces de dirigir esa transformación según valores democráticos o si, por el contrario, asistiremos pasivos mientras fuerzas comerciales y tecnológicas moldean un futuro que nadie eligió explícitamente.

El creciente temor planetario no señala resistencia al progreso, sino exigencia de que ese progreso responda a propósitos humanos antes que a imperativos algorítmicos.

Referencias:

Futurism – International Polling Shows Fear of AI Across the World: https://futurism.com/artificial-intelligence/international-polling-ai

Pew Research Center – How Americans View AI and Its Impact on People and Society: https://www.pewresearch.org/science/2025/09/17/how-americans-view-ai-and-its-impact-on-people-and-society/

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