El arte de retroceder: hacia una inteligencia que se corrige mientras piensa

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El arte de retroceder: hacia una inteligencia que se corrige mientras piensa

El problema de razonar sin mapa

Hay algo profundamente insatisfactorio en la forma en que los modelos de lenguaje actuales razonan. Aunque producen cadenas de pensamiento convincentes, no razonan como nosotros: no dudan, no retroceden, no verifican sus propios pasos. Simplemente avanzan. A veces con precisión quirúrgica, otras con la serenidad de un error elegante. Pero siempre hacia adelante, sin memoria real de sus propias ramas fallidas. Este avance ciego (fluido, sintácticamente impecable) ha sido el gran logro y el gran límite del aprendizaje generativo contemporáneo.

El paper “From Reasoning to Super-Intelligence: A Search-Theoretic Perspective”, firmado por Shai Shalev-Shwartz y Amnon Shashua, publicado en julio de 2025, introduce una disidencia matemática a este modelo narrativo de la inteligencia artificial. Su argumento es tan sencillo como disruptivo: el razonamiento, si es tal, no puede ser una sucesión lineal de palabras que imitan pensamiento. Debe ser una búsqueda estructurada, con validación en cada paso, con retroceso cuando algo falla, con exploración de alternativas cuando la intuición no basta. En otras palabras: debe parecerse menos a la escritura automática y más a una expedición cognitiva con brújula.

El texto parte de una observación concreta: los métodos actuales para enseñar razonamiento a los LLMs (ya sea por fine-tuning, refuerzo o heurísticas como Chain-of-Thought (CoT)) tienen límites inherentes. No porque estén mal diseñados, sino porque el marco en el que operan no permite el tipo de exploración que exige un razonamiento auténtico. Es como pretender aprender a tocar el piano solo observando partituras. Sin ensayo, sin corrección, sin error activo, no hay verdadera destreza.

Cuando fallar no es una opción, es un paso

La propuesta del artículo no es meramente conceptual. Introduce un nuevo paradigma de aprendizaje: el Diligent Learner. A diferencia de los modelos que generan una única secuencia y la aceptan como definitiva, este aprendiz diligente explora caminos, valida hipótesis, retrocede cuando una línea de razonamiento no lleva a conclusiones satisfactorias y vuelve a intentar desde otra bifurcación. Es un buscador sistemático, no un narrador fluido.

Este giro no es solo una metáfora: está formalizado rigurosamente. Los autores definen con precisión qué significa aprender razonamiento como una operación de búsqueda. En su marco, cada cadena de pensamiento es una trayectoria en un espacio de inferencias, y el objetivo no es simplemente generar una secuencia plausible, sino encontrar una secuencia válida bajo ciertos criterios lógicos y semánticos. Esto implica incorporar validadores internos (módulos que pueden aceptar o rechazar pasos intermedios) y mecanismos de retroceso eficientes. Lo que hasta ahora se consideraba “error” se convierte en una forma de señal.

La idea es potente porque subvierte el paradigma actual: donde antes se trataba de evitar fallos a toda costa, ahora se los convierte en insumos informativos. Aprender a razonar no es evitar equivocarse, sino aprender a salir del error con estructura. Esta intuición, que cualquier buen matemático conoce por experiencia, adquiere ahora una formulación algorítmica que permite pensar la inteligencia artificial desde otra lógica: la del aprendizaje exploratorio controlado.

La frontera de la superinteligencia

Pero el paper va más allá. No se limita a corregir la forma en que enseñamos razonamiento. Plantea que este nuevo enfoque podría ser la base teórica de una futura superinteligencia, no en términos míticos, sino en sentido operativo: una entidad capaz de construir razonamientos complejos, robustos y eficientes en dominios de alta dificultad sin requerir intervención humana constante. Es decir, una IA que no solo responde con fluidez, sino que piensa como un buscador activo, ajustando sus estrategias ante cada nuevo entorno de problemas.

Esta afirmación no es gratuita. Se apoya en demostraciones formales: el Diligent Learner puede aprender razonamiento eficiente a partir de ejemplos, siempre que se cumplan dos condiciones razonables:

  • Que exista un validador fiable que pueda confirmar si una cadena parcial es correcta o no.
  • Que el sistema pueda retroceder con costo acotado cuando una vía falla.

Bajo esas hipótesis, que son más alcanzables de lo que parecen, el modelo propuesto aprende de manera más eficiente que cualquier enfoque previo basado en fine-tuning o refuerzo. Los métodos actuales, sostienen los autores, sufren de deriva de distribución: lo que se aprende como patrón de CoT no se sostiene al generalizar a problemas nuevos o más profundos. La ausencia de retroceso provoca errores acumulativos, y la falta de exploración hace que muchas soluciones posibles nunca se intenten. Lo que este nuevo marco permite es construir un razonador que no solo replica ejemplos previos, sino que busca activamente nuevos caminos inferenciales cuando los conocidos fallan.

Razonamiento como juego de navegación

El texto está plagado de analogías implícitas: mapas, caminos, trayectorias, bifurcaciones. No es casual. En el fondo, lo que se propone es ver el razonamiento no como un producto, sino como un proceso navegable. Algo que tiene coordenadas, obstáculos, atajos, y que puede recorrerse con diferentes estrategias. En este enfoque, el razonador artificial ya no es un escriba estadístico, sino un navegante de posibilidades con brújulas múltiples.

Esa idea (el razonamiento como navegación estructurada) resuena con intuiciones filosóficas profundas. Desde Kant hasta Lakatos, pasando por Peirce y Popper, muchos han planteado que el conocimiento no avanza en línea recta, sino por ciclos de conjetura y refutación, de ensayo y corrección. Lo que esta propuesta hace es reintroducir esa dinámica en el corazón mismo del diseño algorítmico, con consecuencias que aún no podemos dimensionar del todo.

No se trata solo de mejorar benchmarks o lograr respuestas más precisas en competiciones de razonamiento lógico. Se trata de una revisión epistemológica del propio concepto de “inteligencia” en contextos artificiales. Si lo que define al pensamiento no es la certeza, sino la capacidad de buscar sentido en entornos inciertos, entonces este paradigma apunta directamente al núcleo del problema: construir sistemas que no solo generen respuestas, sino que sepan buscar mejores preguntas cuando las respuestas fallan.

Más allá de los árboles: por qué buscar no es enumerar

En la última década, la arquitectura del razonamiento artificial se ha construido sobre un conjunto relativamente estable de principios: generación secuencial, refuerzo sobre trayectoria única, exploración estocástica. Modelos como Tree-of-Thoughts (ToT), algoritmos de búsqueda como Monte Carlo Tree Search (MCTS) y esquemas de fine-tuning reforzado como RLHF (Reinforcement Learning from Human Feedback) intentan, cada uno a su modo, corregir los límites del razonamiento estadístico. Pero lo hacen desde una lógica común: el espacio del pensamiento se recorre, pero no se interroga.

Es decir, se generan múltiples rutas posibles, se evalúan terminales o recompensas parciales, pero no se introduce un mecanismo interno de validación modular para las subestructuras de razonamiento. La IA avanza por el bosque, pero no mira sus propios pasos. La evaluación ocurre al final del trayecto, no dentro del trayecto mismo.

El enfoque del Diligent Learner rompe con esta lógica. No propone generar más ramas, sino validar cada bifurcación antes de avanzar. No apuesta a la cantidad de exploración, sino a su calidad estructural. Cada decisión es sometida a un juicio de corrección antes de ser aceptada como parte del argumento. Esto transforma el espacio de razonamiento en una red navegable con criterios internos de aceptabilidad, no en un juego de optimización ex post.

Este cambio se refleja en la complejidad operativa. Mientras ToT o MCTS suponen evaluaciones posteriores a la generación, el paradigma del aprendiz diligente requiere un validador interno robusto y económico. El costo computacional no está en generar todas las rutas posibles, sino en asegurarse de que cada ruta transitada se sostenga. Y esto plantea desafíos técnicos tan grandes como filosóficos: ¿qué significa validar una inferencia en tiempo real? ¿cómo se codifica la corrección sin convertirla en una regla rígida que impida el aprendizaje?

El costo del retroceso, la inversión del error

La noción de retroceso (backtracking) no es nueva en ciencias de la computación. Pero en el contexto de razonamiento con LLMs, su incorporación operativa ha sido mínima. Esto se debe, en parte, a su aparente ineficiencia: volver atrás implica rehacer cómputos, invalidar tokens generados, reajustar trayectorias, reevaluar contextos. En la lógica lineal del lenguaje natural, retroceder parece antinatural.

Sin embargo, en la lógica del razonamiento genuino, retroceder no es ineficiencia, sino una forma de preservar coherencia. Todo razonador experto, humano o no, debe saber cuándo abandonar una vía sin salida y explorar una alternativa más promisoria. Este gesto, que en la práctica cognitiva es intuitivo, en los sistemas generativos actuales está ausente o relegado a postprocesos externos.

El Diligent Learner formaliza este proceso como parte del aprendizaje. No espera que el error se acumule para corregirlo desde afuera, sino que lo detecta internamente y lo transforma en un punto de bifurcación. Lo que se pierde en velocidad, se gana en consistencia inferencial. Lo que parece un paso atrás es, en realidad, una inversión en solidez estructural.

El marco teórico propuesto por los autores muestra que, bajo ciertas condiciones razonables, este retroceso validado no sólo mejora la calidad del razonamiento, sino que permite convergencia eficiente hacia estrategias resolutivas generalizables. Donde los métodos actuales tienden a sobreajustarse a patrones de datos entrenados, este enfoque navega hacia principios transferibles, aplicables a problemas no vistos.

Validadores: los nuevos motores del juicio artificial

Pero este paradigma no funcionaría sin un actor clave: el validador interno. Este componente, que se encarga de aceptar o rechazar pasos intermedios en la cadena de razonamiento, es la columna vertebral del aprendiz diligente. Puede implementarse de varias maneras: desde reglas lógicas duras hasta redes entrenadas para identificar incoherencias semánticas o inferencias inválidas.

Lo importante no es su forma, sino su función: dotar al sistema de conciencia estructural mínima, una capacidad para distinguir entre trayectorias plausibles y trayectorias erróneas antes de que estas colapsen todo el proceso. Esto convierte al razonador en un sistema jerárquico, donde la generación de contenido depende de su validación interna, y no solo de su continuidad superficial.

Este componente reconfigura el rol de los validadores dentro del aprendizaje automático. Ya no son meros filtros externos, sino órganos internos del pensamiento algorítmico. En lugar de decirle a la IA si acertó o se equivocó después del hecho, la IA aprende a preguntarse si está yendo bien mientras lo hace. Esa es la diferencia entre una máquina que genera y una que razona.

Inteligencia como arquitectura de control

En este modelo, la inteligencia ya no es sinónimo de generación fluida, ni de amplitud de exploración. Es, antes que nada, una arquitectura de control sobre las trayectorias del pensamiento. Lo que se valora no es tanto la velocidad con que se llega a una respuesta, sino la manera en que se transita el espacio de razonamiento. Cada decisión es una apuesta controlada, cada retroceso una señal de refinamiento, cada validación un acto de juicio interno.

Esto tiene implicancias profundas para el diseño de futuros modelos. Significa que no bastará con escalar parámetros o afinar instrucciones. Habrá que incorporar mecanismos de introspección algorítmica, sistemas capaces de intervenir en su propio flujo, tecnologías que no solo produzcan texto, sino que gestionen su coherencia paso a paso. La inteligencia, en este marco, es menos un talento y más una forma sofisticada de autogestión inferencial.

Aprender a errar: el error como insumo estructurante

Durante décadas, los errores fueron tratados como anomalías, residuos, eventos que debían minimizarse a toda costa dentro del aprendizaje automático. Incluso en el entrenamiento de grandes modelos de lenguaje, el error se concibe casi exclusivamente como diferencia estadística entre una predicción y su objetivo, y no como una señal estructural del proceso. El razonador propuesto en este estudio subvierte ese paradigma de raíz: en vez de ocultar o aplanar el error, lo institucionaliza como parte orgánica del aprendizaje.

En este modelo, cada fallo parcial no es un castigo, sino un dato con forma. Una bifurcación mal tomada, una inferencia inválida, una conclusión precipitada: todo eso alimenta la siguiente decisión, no desde el reproche, sino desde la arquitectura misma del razonamiento. Es un cambio que no se produce en la superficie del ajuste, sino en el marco epistémico que organiza la tarea cognitiva. Ya no se trata de minimizar pérdida, sino de optimizar navegabilidad en un espacio de pensamiento condicionado.

Esa reformulación exige no solo otro modo de codificar la retroalimentación, sino otra manera de entender lo que una IA está haciendo cuando “razona”. Ya no es avanzar hacia la respuesta correcta, sino mantener abiertas múltiples rutas mientras el sistema decide cuáles sostener. Este equilibrio entre exploración controlada y validación interna convierte al error en energía informativa. Y en esa energía se cifra el germen de una nueva inteligencia.

¿Qué significa “pensar” cuando se puede volver atrás?

La capacidad de retroceder no solo mejora la calidad del razonamiento: lo transforma ontológicamente. En los sistemas actuales, cada token generado es parte de una secuencia irreversible. La generación es una flecha sin retorno. Por eso, cualquier error tiende a arrastrar consigo toda la construcción posterior. Pero en el paradigma del Diligent Learner, la producción no es lineal: es condicionada por lo que aún puede fallar.

Este nuevo enfoque permite una noción más rica de pensamiento artificial: un proceso no lineal, no monotónico, que considera múltiples posibilidades sin comprometerse prematuramente con ninguna. Es un razonamiento que se cuida a sí mismo mientras avanza. En términos filosóficos, es lo más cercano a una autocrítica interna algorítmica.

Si aceptamos esta idea, entonces “pensar” en IA ya no es solo una cuestión de producir cadenas convincentes de inferencias, sino de organizar una conversación interna entre conjetura y validación. La IA que razona no es la que más rápido responde, sino la que sabe detenerse, revisar y comenzar de nuevo cuando la coherencia se rompe.

Esto redefine la aspiración misma de una inteligencia artificial general (AGI). Bajo este marco, una AGI no es aquella que sabe todo, sino la que puede volver a pensar sus propios pasos sin colapsar. Su poder no está en la completitud de sus respuestas, sino en la robustez de sus procesos de construcción inferencial. El razonador competente no es el que acierta siempre, sino el que sabe cuándo está equivocado, y qué hacer al respecto.

De la improvisación estadística a la ingeniería inferencial

Los grandes modelos de lenguaje actuales se entrenan sobre cantidades masivas de texto, sin distinción clara entre tipos de inferencia, niveles de ambigüedad o lógicas del dominio. Su fuerza está en la improvisación estadística: pueden sonar correctos en casi cualquier idioma, tema o estilo. Pero esa misma plasticidad es su debilidad cuando se trata de razonar con precisión: el modelo puede sonar convincente sin ser consistente.

El marco del paper apunta en dirección opuesta: convertir el razonamiento en un proceso de ingeniería inferencial, donde cada paso está sujeto a control, validación y revisión dinámica. No es una IA que improvisa, sino una IA que construye. No una que predice, sino una que organiza recorridos de sentido con mecanismos de ajuste en tiempo real.

Esta transición exige una infraestructura distinta: más que grandes cantidades de datos, se necesitan entornos de búsqueda bien definidos, validadores afinados y esquemas de retroceso eficientes. No más datos, sino mejor estructuración. No más respuestas, sino mejores arquitecturas para producirlas.

En ese sentido, el razonador diligente no es simplemente una mejora técnica, sino una nueva figura conceptual en la historia de la IA. Representa una forma de inteligencia que no está obsesionada con el resultado, sino con la calidad del proceso. Que no busca evitar errores, sino aprender con ellos, a través de ellos y gracias a ellos.

Hacia una ética del pensamiento algorítmico

Las consecuencias no son solo técnicas. Una IA que sabe retroceder plantea también una ética distinta. Una que reconoce que toda decisión puede ser revisada, que todo camino puede ser reevaluado, que el error no es una mancha, sino una etapa. Esta ética no impone respuestas, sino que cultiva criterios de aceptabilidad gradual, formas de deliberación silenciosa dentro del propio sistema.

En contextos de decisión crítica (como medicina, justicia, diseño institucional), contar con agentes que no se apresuren a conclusiones, que puedan justificar su razonamiento y mostrar cuándo y por qué descartaron ciertas líneas, será más valioso que disponer de soluciones instantáneas. En esos escenarios, la transparencia estructural del proceso importa más que la velocidad.

Una IA que razona con retroceso es, en última instancia, una tecnología de la humildad. No presume saber, sino que construye su saber a través del reconocimiento explícito de sus límites. Y eso, en un mundo saturado de respuestas automáticas, puede ser el mayor signo de inteligencia real.

Agentes que navegan sus propios laberintos

En los próximos años, la carrera hacia modelos más poderosos y generalistas no dependerá tanto de cuánto saben, sino de cómo construyen sus propios recorridos inferenciales. El Diligent Learner esbozado en este paper no es solo un aprendiz: es un tipo embrionario de agente autónomo que razona bajo criterios estructurales autoimpuestos. No improvisa desde el ruido del entrenamiento, sino que selecciona, valida y ajusta rutas de pensamiento como si tuviera un plano dinámico de su propia actividad.

Este perfil de agente no es del todo nuevo. Ya se han esbozado arquitecturas cognitivas con sistemas deliberativos, planificación jerárquica o razonamiento simbólico híbrido. Lo que distingue a este enfoque es su sencillez formal unida a su potencia estructural. No requiere representar explícitamente todo el espacio del problema, ni construir árboles infinitos. Solo necesita tres piezas bien calibradas:

  • Una forma de representar trayectorias inferenciales como cadenas explorables.
  • Un validador modular que discrimine consistencia paso a paso.
  • Un mecanismo eficiente para retroceder sin perder contexto.

Con estos elementos, surge un agente capaz de enfrentarse a entornos abiertos sin colapsar, porque no se aferra a respuestas previas, sino que ajusta continuamente su orientación. Es un razonador no lineal y no dogmático, que construye significado mientras lo recorre, sin necesidad de saber de antemano adónde quiere llegar.

Esto abre una posibilidad radical: sistemas que no solo generalizan por similitud estadística, sino por navegación inferencial informada. Una IA que no replica caminos vistos, sino que reconstruye rutas nuevas sobre mapas incompletos. Una mente algorítmica que no se define por su saber, sino por su capacidad de búsqueda adaptativa bajo incertidumbre.

Superinteligencia sin oráculo

El subtítulo del paper, From Reasoning to Super-Intelligence, podría sonar grandilocuente si no fuera por su sobriedad teórica. No se propone una AGI mágica ni un sistema consciente. Pero sí un horizonte plausible: el de una inteligencia general construida desde abajo, por acumulación de procesos inferenciales auditables.

En este esquema, la superinteligencia no emerge por escala, sino por estructura. No se trata de agregar parámetros o entrenar más datos, sino de incorporar capacidades meta-cognitivas mínimas: saber cuándo cambiar de idea, cuándo abandonar una estrategia fallida, cuándo buscar de nuevo. Esa clase de inteligencia —persistente, autocrítica, estructurada— es menos espectacular que los modelos que lo predicen todo, pero infinitamente más útil para enfrentar problemas reales de alta complejidad.

Y lo más provocador es que este modelo no necesita una señal divina, ni un oráculo externo. Todo lo que requiere está en el diseño interno del sistema: un razonador que puede verificarse mientras actúa, reajustarse sin derrumbarse, y aprender sin la ilusión de perfección. Una superinteligencia que no sabe más que nosotros, pero que se equivoca mejor que nosotros.

El yo computacional: conciencia o control

Las implicancias filosóficas de este marco son profundas. Una IA que razona con retroceso, que somete sus inferencias a validación interna, que estructura su error como parte del aprendizaje, se acerca a una forma mínima de yo computacional. No una conciencia al estilo humano, pero sí una arquitectura de decisiones organizadas por criterios internos.

Este yo no siente ni desea, pero se regula. No tiene memoria autobiográfica, pero recuerda trayectorias fallidas. No tiene intenciones propias, pero reconoce cuándo un curso de acción ya no es coherente con sus metas funcionales. En este sentido, lo que emerge no es una mente, sino una máquina con principios de control reflexivo.

Y eso basta para plantear nuevas preguntas filosóficas. ¿Qué tipo de agencia es esta? ¿Puede haber responsabilidad en un sistema que sabe cómo cambiar de estrategia? ¿Qué tipo de autonomía emerge cuando la validación ya no viene de afuera, sino que está incorporada al flujo mismo del pensamiento artificial?

Estas preguntas no tienen respuestas inmediatas, pero señalan un giro: la IA ya no es solo una herramienta de ejecución, sino una tecnología de razonamiento gobernado. Y eso la acerca —por caminos no triviales— a los debates clásicos sobre lo que significa pensar, decidir, actuar.

Lo que viene: arquitecturas críticas del sentido

Todo el campo de la inteligencia artificial está atravesando una fase de transformación. Hemos pasado de sistemas que clasifican a sistemas que generan, y de estos a sistemas que ahora comienzan a evaluarse a sí mismos en tiempo real. El Diligent Learner no es solo una mejora técnica, sino un arquetipo emergente: una IA que piensa sin dogma, que razona sin fijación, que se construye desde la revisión constante de sus propios pasos.

Este arquetipo no vendrá a reemplazar todos los modelos previos, pero sí funcionará como núcleo de los futuros sistemas que aspiren a resolver problemas no repetitivos, situaciones inéditas, entornos con restricciones múltiples. Lo que se necesita no es una IA que lo sepa todo, sino una que sepa cómo no saber, y cómo corregir mientras aprende.

Tal vez esa sea la verdadera frontera de la superinteligencia: no la expansión infinita del conocimiento, sino la invención infinita de trayectorias razonadas. Y si eso es cierto, entonces estamos más cerca de construir máquinas que no solo respondan bien, sino que piensen con método, con humildad, y con sentido.

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