Estados Unidos redefine su estrategia en inteligencia artificial

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Estados Unidos redefine su estrategia en inteligencia artificial

Velocidad, infraestructura y control normativo en el nuevo plan federal

La inteligencia artificial ya no es un recurso periférico ni una herramienta de uso especializado. En los últimos años, ha dejado de ser simplemente un componente técnico de ciertos sistemas para convertirse en una arquitectura general de interpretación, decisión y automatización. Esta transformación —más profunda que tecnológica— ha obligado a los Estados a reformular no solo sus estrategias de innovación, sino también sus políticas económicas, sus vínculos con la industria, sus marcos regulatorios y sus principios fundacionales. El 23 de julio de 2025, en este escenario, el gobierno de Estados Unidos presentó públicamente su nuevo Plan de Acción en Inteligencia Artificial. El anuncio no se hizo en un foro diplomático ni en una conferencia académica, sino en un episodio del pódcast All-In, una señal explícita de que el centro de gravedad de esta política no es exclusivamente institucional. Lo que se exhibe no es solo un programa: es una reconfiguración completa de la relación entre poder político, infraestructura digital y sector privado.

La presentación fue encabezada por el presidente Donald Trump, acompañado por asesores en materia tecnológica y por figuras destacadas del ámbito empresarial, entre ellos David Sacks, uno de los principales impulsores de la iniciativa. Desde el comienzo quedó claro que la propuesta no se limitaba a una colección de medidas aisladas. Se trataba, más bien, de un posicionamiento estratégico, una visión integral sobre cómo debe operar un país que aspira a liderar, en sus propios términos, la carrera algorítmica global.

El Plan se estructura en torno a tres ejes: acelerar el desarrollo de modelos, construir la infraestructura necesaria para su despliegue, y consolidar el liderazgo de Estados Unidos en los mercados internacionales. Estos principios guían las decisiones de fondo: desde el tipo de energía que se utilizará para alimentar los centros de datos, hasta los criterios que determinarán qué tipo de inteligencia artificial puede o no ser adquirida por el gobierno federal. La orientación es clara: facilitar el avance técnico, reducir las barreras internas, y proyectar hacia el exterior una versión eficiente, potente y competitiva del modelo estadounidense.

La primera línea del plan es la más visible: desregular, flexibilizar y abrir el camino al despliegue rápido de soluciones algorítmicas. Esto implica revisar normativas federales que pudieran estar retrasando la implementación de IA en organismos públicos, acelerar los permisos para pruebas en entornos reales y fomentar activamente la colaboración entre instituciones estatales y empresas privadas. Lejos de un enfoque precautorio, el documento promueve una lógica expansiva, donde el crecimiento tecnológico debe ser estimulado antes que regulado.

La segunda dimensión remite a las condiciones materiales que sostienen esa expansión. El entrenamiento de modelos avanzados (capaces de generar texto, interpretar imágenes, simular conversaciones o resolver problemas complejos) requiere una infraestructura específica, intensiva en recursos y altamente especializada. Esto incluye instalaciones físicas, redes de energía, sistemas de refrigeración, nodos de procesamiento paralelo y entornos de seguridad informática. El plan reconoce esta necesidad y propone una simplificación drástica de los procesos para habilitar nuevos centros de datos, así como políticas energéticas que garanticen el suministro continuo para estas instalaciones. La prioridad no está puesta en la fuente energética sino en su disponibilidad. Se mencionan explícitamente el gas, la energía nuclear y otras matrices consideradas viables para sostener la carga operativa que demanda la inteligencia artificial a gran escala.

El tercer pilar tiene una dimensión más geopolítica. Estados Unidos no solo busca desarrollar modelos competitivos dentro de su territorio: quiere que esos modelos sean adoptados, distribuidos y estandarizados a nivel global. En este sentido, el plan propone un fortalecimiento de las exportaciones tecnológicas, el impulso a estándares internacionales alineados con los intereses nacionales, y un mayor control sobre las tecnologías consideradas sensibles, como los chips de alto rendimiento o las arquitecturas de entrenamiento propietario. Esta estrategia apunta tanto a consolidar mercados como a prevenir el acceso de actores estratégicos rivales a recursos clave del ecosistema algorítmico.

En paralelo a estos tres ejes, la propuesta incorpora un criterio que ha generado debate: la exclusión de soluciones consideradas ideológicamente sesgadas. El documento especifica que el gobierno federal no contratará sistemas de inteligencia artificial que presenten orientación política explícita o que promuevan marcos normativos vinculados a diversidad, equidad o inclusión si ello interfiere con el rendimiento, la transparencia o la neutralidad técnica del sistema. La formulación de este punto ha sido interpretada de maneras divergentes. Mientras algunos sectores empresariales celebraron la medida como un paso hacia una IA más funcional, otros expresaron preocupación por el posible debilitamiento de principios éticos previamente incorporados en modelos públicos y privados.

El contexto en el que se presenta este plan es significativo. Durante 2025, múltiples actores internacionales comenzaron a ganar terreno en la carrera algorítmica. Modelos desarrollados por empresas chinas como Alibaba (Qwen 2.5) o DeepSeek (R1) demostraron rendimientos equivalentes —e incluso superiores— a varios productos estadounidenses, especialmente en el segmento de código abierto. Al mismo tiempo, compañías europeas como Mistral o firmas como Cohere (Canadá) y AI21 (Israel) comenzaron a posicionarse como alternativas técnicas con fuerte proyección internacional. Este avance generó un nuevo escenario de competencia: no ya entre países, sino entre formas de gobernar, entrenar y distribuir sistemas de inteligencia artificial.

El plan estadounidense se inscribe, por tanto, en una doble lógica. Por un lado, como reacción frente a la pérdida de dominio absoluto en ciertos segmentos estratégicos. Por otro, como afirmación de un modelo particular de desarrollo, basado en la velocidad, la inversión y la colaboración directa con el sector tecnológico. La presentación pública del documento a través del pódcast All‑In, y no en una conferencia gubernamental tradicional, refuerza esa idea. El Estado no se posiciona como ente rector, sino como catalizador de un ecosistema en el que los actores clave son empresas, fondos de inversión, laboratorios de innovación y plataformas digitales.

La alianza con Silicon Valley no es nueva, pero en esta versión adquiere una densidad diferente. Figuras como Chamath Palihapitiya, Jason Calacanis y el propio David Sacks (inversores, emprendedores y referentes del sector) han sido parte activa del diseño del plan, tanto desde el plano técnico como desde su articulación narrativa. La presentación no sólo expone medidas: construye una visión del futuro donde la inteligencia artificial es entendida como base estructural de soberanía nacional, competitividad económica y orden social.

A medida que nuevos centros de cómputo son proyectados, como el megaproyecto Stargate en Texas, el plan se convierte también en una apuesta territorial. La inteligencia artificial no se desarrolla en el aire. Necesita tierra, energía, agua, conectividad y marcos legales estables. Estados Unidos plantea ahora que esas condiciones deben ser creadas, protegidas y fortalecidas en su propio suelo. Es una política de consolidación infraestructural que excede lo digital.

Reescribiendo el sesgo: del contenido al rendimiento

Uno de los elementos más debatidos del Plan de Acción en Inteligencia Artificial de Estados Unidos es su redefinición operativa del concepto de sesgo. Tradicionalmente, los marcos regulatorios y éticos vinculados a la IA han incluido protocolos de mitigación de prejuicios sistemáticos, orientados a prevenir discriminación o representaciones distorsionadas por razones de género, raza, nacionalidad o ideología. Estas estrategias, promovidas tanto por agencias internacionales como por consorcios académicos, buscaban incorporar mecanismos de corrección estructural durante el entrenamiento de los modelos. En muchos casos, se trataba de introducir filtros, ajustar ponderaciones, equilibrar datasets o realizar auditorías externas sobre los outputs.

El nuevo plan, sin embargo, desplaza el foco. En lugar de priorizar la corrección de sesgos a través de intervenciones normativas, plantea que la principal medida de calidad debe ser el rendimiento del modelo. Es decir: su capacidad para generar respuestas útiles, eficientes y coherentes en un amplio rango de tareas, sin ser obstaculizado por configuraciones que limiten expresamente su campo de producción. Bajo esta lógica, la inclusión de valores externos al diseño técnico podría considerarse una interferencia que compromete la funcionalidad esperada del sistema.

Este giro no implica la negación de los sesgos, pero sí su resignificación. Ya no se trata de erradicarlos desde una perspectiva normativa, sino de evitar que intervengan en la entrega de resultados, salvo que lo exija explícitamente el usuario o la aplicación particular. La IA, bajo este marco, no debe decidir en nombre de la sociedad qué está bien o mal, sino operar como una herramienta sin prescripciones morales integradas por defecto. El énfasis está puesto en la transparencia operativa y en la no intervención automática.

En el plan se señala que los modelos que prioricen visiones ideológicas (en especial aquellas que promuevan la llamada “inteligencia artificial woke”, en referencia a sistemas adaptados a políticas a las que algunos sectores la califican como inclusivas) podrían no ser elegibles para uso federal. Esto no se formula como una sanción ética, sino como un criterio de rendimiento. La postura oficial es que los sistemas deben proveer información completa, sin restricciones que bloqueen ciertos temas o respuestas por razones ajenas a la lógica interna del modelo.

Este enfoque, sin embargo, no está exento de tensiones. Diversos expertos en gobernanza tecnológica han advertido que la ausencia de filtros no garantiza neutralidad. Al contrario, puede perpetuar sesgos preexistentes en los datos de entrenamiento. Dado que los modelos aprenden a partir de corpus lingüísticos generados históricamente en contextos desiguales, la desregulación puede reintroducir formas de representación que ya fueron identificadas como problemáticas. Desde esta perspectiva, la supuesta neutralidad basada en el no-intervencionismo puede traducirse, en la práctica, en una reafirmación de patrones dominantes.

La discusión es compleja y no tiene una solución técnica sencilla. El plan estadounidense opta por priorizar la eficiencia, delegando al usuario final, y no al modelo, la responsabilidad de establecer qué contenidos desea recibir. En lugar de prevenir posibles sesgos desde el diseño, se propone una apertura mayor de los sistemas, bajo el supuesto de que un entorno más libre permitirá mejores controles por parte de los desarrolladores, investigadores o auditores independientes.

Silicon Valley como interlocutor privilegiado

Una característica central del plan es su modo de construcción. A diferencia de políticas previas elaboradas desde organismos regulatorios, esta estrategia nace de la interacción directa entre el Ejecutivo federal y actores clave del ecosistema tecnológico privado. En la práctica, esto significa que muchos de los lineamientos fueron diseñados en conjunto con fundadores de empresas, capitalistas de riesgo, ingenieros y voceros de plataformas.

Esta configuración no es anecdótica: representa un corrimiento del centro de deliberación política desde los espacios institucionales hacia entornos mixtos de opinión, inversión y activismo empresarial. La escena misma (un pódcast de empresarios discutiendo en vivo con el presidente sobre el futuro de la IA) simboliza ese desplazamiento.

Este modo de articulación tiene ventajas y riesgos. Por un lado, permite que las decisiones se tomen en diálogo directo con quienes diseñan y aplican las tecnologías en tiempo real. Reduce la brecha entre legislación y práctica, y fomenta la agilidad en un entorno donde los ciclos de innovación son extremadamente cortos. Por otro lado, plantea interrogantes sobre la representatividad, la rendición de cuentas y la diversidad de voces en la construcción de políticas públicas. ¿Qué lugar ocupan los usuarios, las minorías afectadas, las comunidades científicas no alineadas con el capital privado o los organismos internacionales que trabajan en marcos de derechos humanos digitales?

El plan responde parcialmente a estas preocupaciones al incluir propuestas de participación voluntaria, apertura de licencias y fortalecimiento del ecosistema educativo. Pero no establece mecanismos formales de consulta, revisión o supervisión ética más allá del rendimiento técnico. La matriz dominante es productiva: se premia la innovación, se estimula la inversión y se confía en que el mercado sabrá autorregularse si se le brinda un marco de acción suficientemente amplio y libre de fricciones.

Modelos abiertos, competencia internacional y soberanía digital

Otro aspecto que adquiere centralidad en la estrategia estadounidense es la relación con los modelos de código abierto. En los últimos doce meses, esta categoría de sistemas ha sido uno de los focos de mayor dinamismo en la carrera algorítmica global. Empresas chinas como Alibaba y DeepSeek lideraron el ranking de inteligencia entre modelos de pesos abiertos durante gran parte de 2025, desplazando incluso a desarrollos cerrados de firmas estadounidenses.

Este fenómeno tiene implicancias directas sobre la soberanía digital y el control normativo. Mientras los modelos propietarios permiten a las empresas controlar estrictamente el acceso, uso y modificación de sus productos, los modelos abiertos generan un ecosistema más distribuido, donde los actores locales pueden adaptar las herramientas a sus contextos específicos. Sin embargo, también abren la posibilidad de usos maliciosos, reentrenamientos con fines no deseados o apropiaciones por parte de terceros.

El Plan de Acción no prohíbe los modelos abiertos, pero tampoco los promueve de forma activa. El foco está puesto en asegurar que las tecnologías desarrolladas en Estados Unidos —sean abiertas o cerradas— conserven su competitividad, su seguridad y su alineación con los intereses nacionales. La prioridad es mantener el liderazgo en la frontera técnica, más allá del modelo de licenciamiento adoptado. En ese sentido, se propone fortalecer la capacidad computacional interna, proteger los procesos de entrenamiento y fomentar la exportación de estándares técnicos.

Lo que está en juego, en definitiva, no es sólo la innovación. Es el diseño de un mapa geotecnológico en el que las infraestructuras cognitivas (es decir, las IA capaces de procesar, clasificar y orientar decisiones) se convierten en instrumentos centrales de gobernanza y poder blando. El nuevo plan no solo busca consolidar esa capacidad en suelo estadounidense: intenta también proyectarla hacia aliados estratégicos y evitar que se fragmente en formas incompatibles con la visión que se quiere consolidar.

Capacidades nacionales y alfabetización algorítmica

Uno de los puntos menos espectaculares, pero estratégicamente más relevantes del nuevo plan, es su apuesta por la formación de capacidades internas. A diferencia de las menciones habituales a la “educación STEM” como fórmula genérica, aquí se proponen acciones concretas para fortalecer el capital humano en todos los niveles del ecosistema algorítmico. La inteligencia artificial no es tratada como una disciplina aislada ni como un conocimiento técnico de élite. Es presentada, por el contrario, como una infraestructura transversal que requiere competencias distribuidas en ingeniería, diseño, uso ciudadano, toma de decisiones y control institucional.

El documento plantea explícitamente que Estados Unidos debe formar no solo más desarrolladores, sino también más entrenadores de modelos, más expertos en prompt engineering, más evaluadores humanos y más profesionales capaces de integrar IA en sectores como salud, defensa, justicia, transporte o educación. El objetivo no es solo producir tecnologías competitivas, sino garantizar que quienes las usan, afinan y regulan, lo hagan desde un dominio activo y no meramente receptivo.

En ese sentido, se plantea la creación de nuevos programas académicos, el rediseño curricular en niveles intermedios y la habilitación de caminos rápidos de formación técnica vinculados directamente a las demandas del sector privado. Este modelo formativo responde a una lógica de agilidad y rendimiento, en la que las habilidades son más importantes que los títulos, y donde el aprendizaje puede certificarse por experiencia demostrable o por competencias adquiridas fuera del sistema tradicional.

A diferencia de las estrategias que promueven una regulación externa de la IA basada en derechos o principios éticos universales, este plan apuesta por lo que podríamos llamar alfabetización nacionalista: una transferencia de capacidades hacia adentro del país para asegurar que, en un mundo gobernado por infraestructuras inteligentes, el control no esté fuera de alcance. La IA es vista como parte del arsenal soberano, no como un objeto neutral que circula sin fronteras.

Esta visión implica, sin decirlo, una redefinición del propio concepto de ciudadanía. Ser ciudadano en el contexto del nuevo plan ya no es solo tener derechos frente al uso algorítmico del Estado, sino también contar con herramientas para participar en su diseño, implementación y vigilancia. La IA aparece así como una competencia cívica, una forma de poder distribuido que puede ser apropiado si se invierte en acceso, comprensión y participación efectiva.

Stargate: el centro de cómputo como símbolo geopolítico

La infraestructura es destino. Esa parece ser la premisa detrás del megaproyecto Stargate, una de las iniciativas emblema del plan. Se trata de un centro de cómputo a gran escala que será construido en Texas y operado por la empresa de Elon Musk, xAI. Según lo anunciado, Stargate será uno de los mayores complejos de entrenamiento algorítmico del mundo, con capacidad para alojar decenas de miles de GPUs y alimentar modelos de frontera con necesidades de procesamiento masivo.

Pero Stargate no es solo una instalación técnica. Es una declaración territorial. Su ubicación en el sur del país, su dimensión física, su arquitectura energética y su financiamiento a través de capital privado con proyección pública, convierten al centro en una especie de emblema físico del nuevo paradigma. No se trata simplemente de acelerar modelos, sino de materializar en tierra firme el poder computacional que sostiene la inteligencia artificial como infraestructura nacional.

El nombre mismo del proyecto sugiere una narrativa de acceso privilegiado, de salto dimensional, de entrada a un nuevo régimen cognitivo. Es un gesto performativo que acompaña el viraje del plan: del código a la materia, del algoritmo a la geografía, del software a la soberanía. Si los datos son el nuevo petróleo, Stargate es el oleoducto. Y su construcción está pensada para garantizar que ese flujo no dependa de actores foráneos ni de permisos cruzados.

Este enfoque infraestructural tiene consecuencias de largo plazo. No solo multiplica la capacidad técnica de Estados Unidos para competir en la frontera algorítmica, sino que también condiciona las posibilidades de cooperación internacional. En un contexto donde países aliados, como Alemania, Japón o India, intentan desarrollar sus propias capacidades, la existencia de centros como Stargate refuerza la centralización del poder computacional, y con ello, la dependencia de quienes no logren alcanzar esa escala.

Además, plantea un dilema ambiental apenas esbozado en el plan. La energía necesaria para operar estas instalaciones es considerable, y aunque se promueven fuentes como el gas natural o la energía nuclear, el impacto ecológico, hídrico y urbano no es menor. El documento no lo niega, pero lo subsume bajo la categoría de costo estratégico inevitable. La prioridad es la resiliencia algorítmica, incluso si eso implica reorganizar el territorio, los flujos energéticos y la normativa ambiental en función de esa meta.

Lo que no se dice: instituciones, derechos y gobernanza

Tal vez el aspecto más llamativo del plan no sea lo que contiene, sino lo que deja fuera. A lo largo de las páginas y en los discursos asociados, hay escasas referencias a mecanismos institucionales de control, revisión o accountability sobre el desarrollo de la IA. Si bien se reconoce la importancia de la seguridad, la transparencia y la competencia justa, estas nociones se expresan en términos técnicos más que jurídicos o políticos.

No se mencionan nuevas agencias reguladoras, ni se proponen auditorías públicas sobre los sistemas adquiridos por el Estado. Tampoco se desarrolla un marco explícito para la protección de datos personales, ni se indica cómo se resolverán los conflictos entre decisiones algorítmicas automatizadas y los derechos de los ciudadanos. La fe parece depositarse en el funcionamiento eficiente del ecosistema tecnológico, con la expectativa de que las mejores prácticas emergerán desde adentro, guiadas por la competencia y el escrutinio descentralizado.

Esta omisión puede leerse de múltiples formas. Una interpretación posible es que se busca evitar una sobrerregulación que ralentice la innovación. Otra, más crítica, es que el plan confía demasiado en la autorregulación del mercado y no incorpora aprendizajes de otras áreas donde el impacto tecnológico sin mediación institucional generó problemas graves: desde redes sociales hasta sistemas de vigilancia masiva.

El plan tampoco menciona, al menos por ahora, estrategias federales para resolver tensiones entre estados, municipios y organismos nacionales respecto a la implementación de IA. En una nación con estructuras jurídicas complejas y competencia descentralizada en múltiples niveles, esto podría generar zonas grises, vacíos de responsabilidad o solapamientos innecesarios. La IA, al atravesar todas las áreas de gobierno, necesita más que nunca una articulación institucional clara. Su ausencia deja el campo abierto a interpretaciones divergentes y a posibles conflictos normativos.

Finalmente, hay una dimensión ética que queda relegada a un plano secundario. No se trata de establecer códigos morales únicos, sino de proponer mecanismos deliberativos donde distintos sectores de la sociedad puedan expresar sus preocupaciones, expectativas y límites respecto a lo que una IA estatal puede o no hacer. El plan, en cambio, privilegia la eficacia, el liderazgo técnico y la competitividad geopolítica. Lo ético queda supeditado a lo funcional..

El nuevo contrato algorítmico global

La presentación del plan estadounidense no fue solo un movimiento interno: es, por diseño, un mensaje al mundo. En un contexto donde China consolida su liderazgo en modelos de pesos abiertos, Europa busca imponer marcos regulatorios centrados en derechos y Latinoamérica intenta construir sus primeras infraestructuras cognitivas con soberanía limitada, esta hoja de ruta marca una línea de fuerza: la inteligencia artificial no se gobernará por consenso multilateral, sino por hegemonías funcionales.

Estados Unidos opta por una lógica de poder algorítmico distribuido dentro de su territorio, pero centralizado en términos estratégicos. La IA ya no se concibe como una herramienta técnica con impacto político, sino como una arquitectura de poder político con apariencia técnica. Esta diferencia sutil pero estructural convierte a cada modelo en una forma de gobierno: un régimen de interpretación, una gramática de acción, una instancia de mediación entre los ciudadanos y las instituciones.

El nuevo plan confirma ese desplazamiento. El modelo dominante deja de ser el de la IA como “asistente universal” y pasa a ser el de la IA como instrumento de soberanía, capaz de organizar recursos, definir prioridades y orientar sistemas enteros de decisión. El gobierno no gestiona simplemente los efectos de la IA sobre la sociedad: se convierte en su principal usuario, curador y estratega.

En este marco, la relación con el resto del mundo se vuelve asimétrica. Estados Unidos se posiciona como exportador de estándares, tecnologías y arquitecturas cognitivas. Pero no necesariamente de reglas comunes. La gobernanza se transforma en proyección: los países que no puedan diseñar sus propios sistemas dependerán, inevitablemente, de modelos entrenados bajo principios ajenos a sus contextos. El software se convierte en política exterior. El modelo, en embajada.

Esta situación abre múltiples interrogantes. ¿Cómo podrá una nación pequeña garantizar que la IA que usa respete sus marcos legales, sus lenguas, sus sistemas educativos, sus prioridades sanitarias o sus normas de justicia? ¿Qué pasará si los modelos de frontera incorporan concepciones implícitas sobre familia, trabajo, propiedad, ciudadanía o libertad que no coinciden con las de las sociedades que los adoptan? ¿Es suficiente con adaptar interfaces o entrenar prompts, o se requiere una política activa de codiseño desde el origen?

El plan estadounidense no responde a estas preguntas. Su foco está puesto en asegurar que el país se mantenga como líder técnico, militar, económico y simbólico en la era de la inteligencia artificial. Pero al hacerlo, redefine las condiciones de la competencia global. Ya no se trata de quién tiene más datos, más chips o más ingenieros, sino de quién establece la forma en que los sistemas piensan, infieren, razonan, responden y deciden.

Esa forma —aunque no se vea a simple vista— tiene consecuencias directas sobre la educación, el trabajo, la seguridad, la democracia, el lenguaje y el futuro del conocimiento humano. Si una IA define lo que es relevante, lo que es veraz, lo que es peligroso, lo que es aceptable, lo que es útil, entonces también define —aunque indirectamente— los márgenes de lo pensable.

Un planeta diseñado por modelos

Lo que emerge de fondo es una disputa sobre la cartografía epistémica del siglo XXI. Ya no hablamos solo de plataformas, de redes o de dispositivos. Hablamos de sistemas que estructuran la información, jerarquizan los conceptos, organizan las relaciones entre saberes y producen sentido. Sistemas que no solo automatizan tareas, sino que configuran la experiencia del mundo. Cada modelo es, en última instancia, una forma de ver.

El plan estadounidense apuesta por consolidar su modo de ver como estándar de facto. No lo impone por decreto, pero lo proyecta por escala, velocidad y capacidad de réplica. Así como en su momento lo hizo con internet, con las redes sociales, con el cloud y con las arquitecturas de software, ahora lo hace con los marcos inferenciales de la inteligencia artificial. Lo hace a través de inversiones, alianzas, acuerdos bilaterales, transferencia de know-how y posicionamiento internacional de sus empresas.

Esto no necesariamente implica una intención imperial. Puede ser, simplemente, el resultado lógico de un sistema que maximiza rendimiento, eficiencia y competitividad. Pero sus efectos son geopolíticos. Porque allí donde no haya alternativas, se usará lo disponible. Y lo disponible será lo que funcione mejor, aunque no represente necesariamente los valores, las prioridades o las culturas de quienes lo adopten.

Este fenómeno no es nuevo. Ya sucedió con las plataformas. Pero lo que cambia es la densidad de la intervención. Mientras las redes sociales operaban sobre la expresión, los modelos de IA operan sobre la inferencia. Mientras aquellas organizaban mensajes, estas organizan significados. El salto es cualitativo. Y el control sobre esas estructuras ya no es solo una cuestión de regulación o gobernanza técnica. Es una disputa por el diseño mismo del mundo.

Y después del plan, ¿qué?

El Plan de Acción en Inteligencia Artificial presentado por el gobierno de Donald Trump no es una hoja de ruta definitiva. Es una propuesta en construcción. Pero su impacto reside menos en los detalles de implementación que en el horizonte que traza. Marca un giro en la relación entre Estado e IA, desplaza el centro de deliberación política, redibuja la frontera entre tecnología y soberanía, y redefine los términos del debate sobre sesgo, seguridad y libertad.

Lo que vendrá dependerá no solo de Estados Unidos, sino también de la reacción de otras regiones. Europa tendrá que decidir si sostiene su camino regulatorio o adapta sus principios a una lógica más productiva. China continuará desarrollando sus propias infraestructuras cognitivas, con lógicas diferentes pero ambiciones equivalentes. América Latina, África y el sudeste asiático deberán pensar si quieren ser consumidores, ensambladores o diseñadores de IA.

El desafío no es tecnológico. Es político, cultural, estratégico. Porque lo que está en juego no es solo cómo pensamos la inteligencia artificial, sino cómo queremos que la inteligencia artificial piense por nosotros.


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